Sé que amarla es una traición a Francia. Pero no amarla es una traición a mi corazón.
Me gusta el cine. Y las películas históricas o con historias
del pasado. Como a tantos españoles, desde pequeño, me fascinaba asistir a
hechos de otros tiempos, reales o imaginarios, y vivir aventuras intensas en la
piel de los héroes de los largometrajes.
Así que, como hace tanto tiempo que no le meto mano a mi
blog, hoy voy a escribir de cine. Y quién sabe, lo mismo tiro del hilo y
comento en cada entrada alguna de las películas míticas que marcaron mi niñez, mi
juventud o mi madurez, utilizando mi punto de vista personal y extractando de
ellas conclusiones curiosas o aplicaciones útiles. En esta ocasión, y en las
posteriores si al destino le place, intentaré dedicarme a éxitos menores, obras
infravaloradas casi siempre, películas de segunda línea, no por ello menos
populares, que me atrajeron especialmente y sobre las que escribir aporte algo
al manido tema de la crítica cinematográfica.
Y comenzaré por una película que
me gustó desde la primera vez que la ví, que han sido unas cuantas desde
entonces. El hombre de la máscara de hierro es una película de 1998 que nunca
fui a ver al cine. Me la encontré un día cualquiera en la televisión de casa,
donde la descubrí tarde, pero donde tuve la oportunidad después de poderla ver,
repetidamente, todas ellas con gran interés. La película es amenísima, muy
divertida y llena de aventuras emocionantes que mantienen al espectador
encajado en la silla. También es una película romántica y dramática, con
historias familiares y amorosas intemporales. Aunque no es la primera vez que
el cine abordaba el mito del prisionero misterioso (todas muy desafortunadas),
esta película dignifica la misma historia/leyenda y la engarza con la novela de
Dumas, Los Tres Mosqueteros, de una manera magistral. Está cargada de frases
antológicas, que pueden hacerte morir de la risa o dejarte reflexionando sobre
el sentido de tu vida. Y por último, cuenta con un sorprendente desenlace, que
llega tras una sobrecogedora escena final.
A pesar de todo esto, no sería
perfecto si no contara con un reparto envidiable: Leonardo DiCaprio, Gabriel
Byrne, John Malkovich, Gérard Depardieu y Jeremy Irons. Sin olvidar, a unos
jóvenes Huge Laurie y Edward Atterton con unos papeles secundarios (o terciarios) que son muy
meritorios a pesar de que pasan desapercibidos. No me tachen de misógino por no
nombrar a ninguna mujer. Sencillamente, en esta película no hay color entre
unas estrellas y otras.
Aunque la película gastó un
presupuesto de 35 millones de dólares y generó taquilla por 183 millones, la
crítica no la trató bien, posiblemente por la negativa estela dejada por obras
anteriores sobre el mismo tema y los prejuicios sobre su director Randall
Wallace, del que solo se tenían noticias como guionista de Braveheart, pero que
se estrenaba en la dirección con El hombre de la máscara de hierro. A pesar de
todo, recibió cinco nominaciones a diferentes premios en festivales de cine, de
los cuales ganó tres.
No escribiremos aquí el argumento
de la película ni repasaremos las incoherencias con la cronología histórica
real o las auténticas biografías de los protagonistas de la aventura. La
película no trata de pasar por histórica y, al cabo y como siempre digo, el
cine es cine. Pero tampoco tendré remilgos en revelar la trama, pues a poco que
hayan visto algo de cine en la tele, la habrán tenido que ver.
El primer hecho por el que me
gusta esta película es porque pilla viejos a los tres mosqueteros. Aquí no
tengo más remedio que dar un tirón de orejas a la RAE. Según nuestra Academia
de la Lengua, todas las acepciones (trece en total) del adjetivo "viejo" son
peyorativas y echo en falta aquella por la que se califica al sujeto como
experto, veterano. Y no faltan usos comprobados, como el de “soldado viejo”,
muy del gusto en los Tercios, y que venía a significar, el que sabe, el
maestro, el depositario de los valores y conocimientos de su oficio. Es por
esto por lo que digo que el comienzo de la aventura pilla a Athos, Porthos, y
Aramis algo viejos, en ambos sentidos. Por un lado, abandonada la vida militar,
uno malvive amargado en un barrio modesto de París, el otro malgasta borracho
sus ahorros en los peores burdeles de la capital y el otro se metió a clérigo.
Solo D’Artagnan se mantiene en activo, ahora como Capitán del Cuerpo de
Mosqueteros y hombre de confianza del Rey, un joven Luis XIV. Pero por el otro,
cuando a pesar de viejos, logran “recordar” quiénes son en realidad, recuperan
a quienes llevan realmente dentro, desempolvan sus viejos uniformes y luchan,
una vez más, por la justicia y el derecho. Los aldabonazos de la vida sirven
para despertarnos, para zarandearnos y hacernos recordar quiénes somos, de
dónde venimos y todo aquello de lo que somos capaces. La madurez entonces se
convierte en tu mejor aliado, se pone de tu parte para ayudarte a alcanzar tus
metas con mayores garantías y seguridades que cuando eras joven.
La película nos alerta también de
los peligros de la avaricia, la ambición y el acomodamiento. Nos recuerda que del
egoísmo y la soberbia nacen los peores males para el hombre, como consigue
transmitir, en una representación acertadísima, Di Caprio en el papel del joven
rey. Pero de la aceptación, la humildad y el valor es capaz de nacer lo mejor
del ser humano, quien puede entonces atravesar océanos de dificultades, sin
desanimarse ni acobardarse ante nada, como igualmente nos hace ver, he aquí su
mérito, otra vez Di Caprio, en su versión del prisionero sin nombre.
Por último, la rebeldía y el
amor. Soterrada bajo el hilo principal, perceptible solo al cinéfilo más
avispado o identificable a la segunda o tercera vez de ver la película. La
historia escondida de D’Artagnán y la reina Ana de Austria aparece
intermitentemente a lo largo de la trama, sin revelar su auténtica importancia
hasta el final, cuando se revelan todos los secretos. Un amor que desafía las
reglas, las que están escritas y las que no, perdurando en el tiempo con tan
solo una rosa, de cuando en cuando, sobre el reclinatorio de la capilla. Nos
admira la capacidad de aguante de los amantes, día tras día, para esconder un
amor que a veces traspasa los labios cerrados a través de las miradas y que a
veces no puede callar lo que grita el corazón.
Y cubriéndolo todo, como una sutil
pátina antropológica, el eterno debate sobre la bondad del hombre, el dilema
sobre si cambiar es posible, sobre la naturaleza de la maldad o la bondad del
corazón y la capacidad del ser humano para dominar sus afectos y su voluntad a
través de las circunstancias, las ofensas y el tiempo. La película nos emociona
porque nos sitúa de cara a la cuestión del poder y su moral, nos desnuda la
importancia de la empatía del ser humano y el sufrimiento que causamos cuando
actuamos sin tener en cuenta las vidas y los sentimientos de los demás.
Y no diré más porque, aunque
improbable, alguno habrá que aún no la haya disfrutado. Y si ya lo hicieron,
siéntense de nuevo a verla. Es mi consejo. Lo siento, pero me emociona volver a ver a los
mosqueteros después de tantos años. Esos héroes de mi niñez, que envejecen conmigo,
desde aquellos días de los setenta, cuando llegaron a mí, sin necesidad de
dibujos animados, los que por cierto me divertían mucho también, y ayudaron a
que la siguiente generación se aproximara a la novela de Dumas.
Me electriza escuchar que todos
morimos, pero que lo importante es cómo lo hacemos. Me sigue conmoviendo el uno
para todos, todos para uno: el valor de sacrificarse por alguien o por algo,
despreciando las consideraciones y los peligros cuando se trata de ayudar a tus
compañeros. Y me emociona descubrir, al final y solo al final, quién de todos
ellos, era el hombre que realmente llevaba puesta, durante toda la vida, una
máscara de hierro.
Sé que amarla es una traición a Francia. Pero no amarla es una traición a mi corazón.
D'Artagnan de Béarn