25 noviembre 2016

PERCIBO AZUL



 Buenas tardes a todos y gracias por vuestra asistencia. 

Tengo el encargo de presentar hoy a mi amigo Fernando. Prometo no aburrirles con esta pequeña charla, no por divertida y amena, sino por breve. Unos 10-15 minutos dijo Fernando. Así que mi cerebro descartó aquello de 15 y solo recordó que me dijera “habla 10 minutos”. Como estamos entre amigos, os ruego que me interrumpáis si digo cualquier impropiedad, o bien que echéis una cabezadita, u os levantéis para pediros algo. Todo será poco alivio para ustedes, si mi discurso sale como temo. 

Yo ya sabía que Fernando era un tipo raro. Rarito, como yo. Pero que pidiera que alguien como yo se encargara de algo tan importante para él, comenzó a preocuparme, sinceramente. 

“Vengo a meterte en un lio”, fueron sus palabras, hace poco más de una semana. No te lo he dicho antes para no ponerte más nervioso, pero pensé “menudo lío”. Por suerte, me decía yo, algunos de los que estén allí ya le conocerán de sobra. Así trataba yo de aliviarme del peso de la responsabilidad que suponía, pasar a formar parte de la vida de un amigo, en un día tan señalado como la presentación de Percibo Azul. Porque esto que estoy haciendo, es casi como bautizarle un niño.

Y yo que, aunque como conferenciante y docente, tengo alguna experiencia en esto de hablar en público, les tengo que confesar que nunca he presentado nada. Ni a nadie. No es el género de la presentación literaria algo que lleve en mi mochila. Así que esto de hoy, es algo así como pedirle a un poeta que escriba una comedia o como pedirle a un pianista que te toque las maracas. Pero uno que, como Fernando, tiene alguna que otra virtud, por poco que se le note, dije aquello de “cuánto honor amigo mío”. 

Pero no solo cuento entre mis virtudes la de disimular con arte. Entre ellas está la de hacer cada cosa con el mayor de los cariños, como si fuera lo último que me tocara hacer en la vida. Siempre me he dicho que hay dos únicas formas de hacer algo: bien o mal. Y me apliqué a hacerlo bien. “Confía en ti”, me dije, al cabo, quién mejor que un amigo, para concederte indulgencia tras tus errores. 

Les advierto que no pienso desvelarles nada sobre el libro que hoy se presenta. Salvo prevenirles de que, para mi gusto, estamos ante la mejor obra escrita hasta el momento por nuestro veterano autor. Digo veterano no tanto por viejo como por experto. Y digo que es solo la mejor obra que hasta el momento tiene escrita Fernando, porque él sabe que yo opino, que su obra maestra todavía está por llegar. No se si será azul o roja, pero su obra maestra, créanme aún no ha visto la luz de este mundo.

Permítanme no obstante, antes de comenzar a hablarles de Percibo Azul, que les cuente cómo conocí a Fernando Lumbreras. Permítanme remontarme al viejo mundo. Me refiero al mundo anterior a la gran crisis, donde todos éramos diferentes. Todos éramos más ricos. Y menos felices. 

Sería el año 2009 cuando tuve que conocer a Fernando. Y digo tuve, porque a verle fui forzado, como el que afronta un mal trago. Era yo un importante directivo de una importante empresa inmobiliaria. Y Fernando un importante gestor en una importante caja de ahorros. Todos éramos importantes en el viejo mundo. Importantes y ricos. Ricos e infelices. Cuando mi empresa comenzó a incumplir sus obligaciones con el banco, fuimos llamados a capítulo. Tuve por tanto que visitar a un tal Fernando Lumbreras, para darle explicaciones de aquella morosidad impresentable. Pero lejos de encontrarme al típico orco del recobro, conocí a un hombre de lo más razonable, que desempeñaba su trabajo con total honestidad, cortesía y comedimiento. La crisis estaba en sus inicios y todavía nos quedaban muchos palos por recibir. A él y a mí. 

Aunque Fernando daba facilidades de pago, ni que decir tiene que mi empresa, lejos de cumplir con aquellas deudas con Caja Madrid, sumó a la cuenta otras muchas, multiplicando los ceros hasta cifras astronómicas e insuperables. Corriendo el tiempo mi empresa cerró, igual que la suya. A mí me despidieron, igual que a él. Y los dos al cabo acabamos en el paro. El uno que no pagó, el otro no cobró, sin más riqueza cada uno, que la que no se veía con los ojos. Descubrimos entonces que la felicidad no estaba en la cuenta corriente y que la vida tenía muchos más colores que el de la imagen corporativa de esa empresa en la que un día recalamos y en la que pensábamos jubilarnos. La vida nos hizo inmensamente ricos en tiempo libre, que los dos utilizamos para dedicarnos a aquello que más nos gustaba. Y así fue, con aquella amistad de comienzo accidentado, como este que les habla, se aproxima a la vida y obra de Fernando Lumbreras, un escritor que nunca se hará rico, porque como decía Napoleón, “el modo más seguro de permanecer pobre es ser honrado”. 

Repito. Fernando es un tío raro. Como yo. Hoy en día, llegar a ser raro te hace atractivo. Él tiene una gran ventaja frente a mí, porque ve colores. Él es azul de muchos tonos y para mí, el azul no es más que azul. Es un hombre sencillo, que puede resultar a veces misterioso. A veces, cuando estudiábamos juntos las formas de ganarnos la vida, yo le he regañado. Por inocente y confiado. Fernando ten cuidado… Fernando que no me fío… Fernando no te metas…Que perderás el tiempo… Porque Fernando, en el fondo, es más honesto que yo. Prefiere que le traicionen a dejar de confiar en el mundo. Prefiere que le hieran a ir por la vida con el corazón rodeado de espinos.

Es quizá esta forma de ser la que adivino en el protagonista de esta obra, que no se si llamar novela, drama, libro de poemas o guion de cine. Porque Fernando, en el ciento y pocas páginas que tiene este libro azul que nos trae aquí, ha sido capaz de meter el mundo entero. No piensen que les voy a contar el libro, ni siquiera detallarles de qué va. Dejo la sorpresa para ustedes, ese camino lo andarán solitos. 

Cuando lo leí por primera vez, era solo un borrador. Ahora lo he vuelto a leer, ya en versión definitiva. Y la impresión, la grata impresión, fue parecida. Al leerlo, se imagina uno en patio de butacas. Con cada capítulo percibe uno la bajada del telón, el cambió de escenario a veces, el juego de luces y efectos que nos trasladan de una escena a otra. Fernando eres dramaturgo ahora o qué. Pero no solo eso, es que además ha escrito un drama moderno, de los que ahora dan fuerte en las salas de teatro de Madrid y Barcelona. No se extrañen ustedes que la vean representada aquí en Sevilla dentro de poco.  Solo le faltaría, imprimir de primera página la consabida presentación adelantada para pasar por obra de teatro ante los mejores entendidos.

En cuanto al formato, Percibo Azul es pequeño pero matón. Se deja estirar durante días. Pueden ustedes leerlo poco a poco. Abrirlo y cerrarlo al poco de pasar dos páginas. El libro les va a dejar hacer su vida. No les va a esclavizar. Se conformará con que le cojan a ratos. A ratitos. Me gustaba leer capítulos y luego dejarlo. El libro te cala así un poco más y cuando le coges, descubres que ha pasado un día, igual que el tiempo que media entre un capítulo y otro. 

Cuando leía, tenía la permanente sensación de estar leyendo un texto autobiográfico. Porque Salvador, el protagonista en cuyo salón van ustedes a sentarse, es cautivo del azul, como mantra, como guía. El mismo color que inspira la vida y obra de nuestro autor.

Pero además tuve la sensación de que estaba leyendo una crónica social. Y además una reseña histórica y antropológica de la España de finales del siglo XX. Una íntima nota de prensa de la clase media extremeña y española, tan sufridora y tan paciente como siempre. 

En D. Salvador, descubrirán ustedes un prisma de caracteres, un crisol de colores que Fernando ha pintado como el artista que es, paleta en mano, para crear algo nuevo, que lleve su sello para siempre. En Salvador yo veo la melancolía de Fernando Pessoa, porque Percibo Azul lleva un poco de crónica del desasosiego. 

Descubro a Mark Twain, que escribía en su cama y salía poco de casa. D. Salvador vive solo y tiene la cama en el salón, para acostarse cuando le apetece. Mark Twain se compró una cama muy decorada en el viaje de novios, que le llevó a su mujer y a él por Europa. A Twain le gustaba tanto su cama, que dormían al revés para poder admirar el cabecero de madera de caoba labrada. En aquella cama, recibía Twain a las visitas y desde luego, acostado en ella escribió sus obras más celebradas universalmente. Twain nunca se hizo rico, amigo Fernando, el genio es así.

En Percibo Azul, descubro también a Marco Aurelio, emperador de los romanos, conocido como el emperador filósofo. En el siglo II, Marco Aurelio culminaba la edad de oro de los mejores emperadores de Roma, que comenzó con Trajano. En su tienda, durante las campañas contra los cuados y los marcomanos, en lo que hoy conoceríamos como Hungría y Bohemia, escribía sus pensamientos, que pretendía que fueran su guía de mejora personal, notas sueltas y breves, que quedaban después guardadas en cualquier cartera o cajón. A su muerte, sus manuscritos quedaron olvidados, hasta que en el siglo XVI alguien las encontró en Roma y fueron publicadas bajo el nombre de Meditaciones. Les recomiendo que lo lean, es un librito que pueden encontrar en librerías por muy poquito dinero. Léanlo después de Percibo Azul para, como dicen hoy, un completo disfrute de la experiencia.  

En Percibo Azul descubro también las más novedosas tendencias de la psicología y el autoanálisis. Hay Mindfulness en la frase de “Hoy soy plenamente consciente”, conciencia plena de Salvador, atención plena al presente, evitando los fantasmas, el estrés tóxico y las obsesiones destructivas que nos hacen olvidar el presente y por tanto la vida, la nuestra y la de los demás, viviendo enfermizamente en un pasado que ya no existe. Dicen los neuropsicólogos expertos en esto del Mindfulness, que el ser humano es el único animal capaz de pasar su existencia sin vivir, viviendo en el pasado o en el futuro, pero sin ser conscientes del presente que están viviendo. 

Y termino ya, porque nadie se ha levantado todavía y no es cuestión de seguir tentando a la suerte. 

Dice Fernando en Percibo Azul: “El amor es la razón de la sinrazón”. Sí, van a encontrar ustedes amor, y no poco, en Percibo Azul. El amor, el desamor, la rutina, la vida, la muerte, lo cotidiano y lo extraordinario. Tantas cosas en la vida corriente de un hombre sin nada de particular, nacido en una ciudad cualquiera en una época ni más ni menos convulsa que otras.

Les dejo ya, ahora sí, con una frase que encontrarán escondida en este pequeño contenedor azul lleno de tesoros, que es este modesto librito que hoy se llevarán a casa: 

“Hay quien piensa que la felicidad es un estado que se logra después de mucho buscarlo y hay quien piensa que son ratitos nada más”.

Muchas gracias.

De la presentación del libro Percibo Azul, de Fernando Lumbreras. Pub Meliés, Sevilla. 24 de noviembre de 2016. 

15 octubre 2016

UNA CICATRIZ POR VALIENTE

Al final importa una mierda si las cosas no salen como queremos. Porque vale más tener una cicatriz por valiente que piel intacta por cobarde.


Cicatriz famosa de Harrison Ford
A todo hombre le gusta presumir de sus cicatrices. Las cicatrices adornan nuestra virilidad y nos hacen sentir importantes, quizá con razón. Herramientas de la vanidad masculina, lucir una cicatriz en lugar visible nos llena de orgullo y consideramos sexy mostrarla si se encuentra en lugar oculto. Si además podemos acompañarla de alguna historia heróica, tanto mejor. Un antecedente de riesgo, como el provocado en el enfrentamiento con algún animal (toro, fiera o perro rabioso) o bien con otro congénere en buena lid, es un tesoro que ningún hombre guardará en secreto. Algún accidente también vale, sobre todo si es de moto. Las motos tienen un atractivo especial para los hombres. Y a las mujeres les parece sexy un hombre que conduce una buena moto. Tener cicatrices por accidentes de moto es algo que nunca se esconde y que cualquier hombre se siente propenso a contar, ensoñando con despertar el deseo de cualquier oyente femenina que pudiera imaginarle surcando las autovías a lomos de su moto de gran cilindrada, rugiendo a toda velocidad entre el tráfico, con la cara misteriosamente oculta bajo un casco superchulo y todo vestido de cuero. Ah, las motos grandes, qué haríamos sin ellas.

Infelizmente yo tengo pocas cicatrices en mi cuerpo. Sin embargo, puedo presumir de que la mas expuesta de todas ellas surgió tras un accidente de moto. Sí señor, aquí donde me ven. Una cicatriz de un accidente de moto adorna la palma de mi mano derecha. Y aunque, llevado por mi natural humildad y modestia, he reservado durante años los detalles solo para los amigos, ahora, con afán de notoriedad pública, me he decidido a poner en este blog cuanta información recuerdo de aquel histórico y glorioso día, en el que aquella moto y yo, sufrimos el accidente que me llevó a mí al hospital y a ella al desguace.

Todo comienza la luminosa mañana del 15 de abril de 1994, durante mi servicio militar. Servía yo en el Ejército del Aire, habiendo ganado una OPLA, las plazas específicas de carácter técnico que el ejército ofertaba anualmente para licenciados universitarios. Así que allá iba el soldado Rivero, informático de la Escuadrilla de Control Aéreo número 2, con base en Valdezorras, Sevilla. A aquellas instalaciones todo el mundo las llamaba CAMO, utilizando las siglas de su primitiva denominación, Circulación Aérea del Mando Operativo, con la que fue bautizada la unidad en los años setenta. En las anticuadas instalaciones del CAMO, los militares de aviación y el personal civil de AENA controlaban el tráfico aéreo del sur de España, con una precariedad de medios que ya presagiaban su inminente traslado a las modernas instalaciones del aeropuerto de San Pablo, verificado al poco de licenciarme en noviembre de ese año.

Salía yo de mi casa hecho un pincel, minutos antes de las 8 de la mañana, con mucha colonia y mi uniforme de paseo, que es el que usábamos a diario en oficinas. Me repetía que todo iba a ir bien. Y lo hacía porque aquella tarde a mi madre, Iluminada, la meterían en quirófano para practicarle una mastectomía urgente. El cáncer de mama que padecía la llevó de cabeza al hospital, en un tratamiento que el cirujano decretó tajantemente. Estaba en las mejores manos, me decía yo. A la tarde, después de la jornada, iría a visitarla al hospital. Todo iría bien.

Hacía fresco aquella mañana y yo andaba los mismos pasos de cada día, camino del punto de recogida junto a aquella joven SE30, donde, frente por frente al Hospital de San Lázaro, la furgoneta del Ejército del Aire, conducida por mi camarada David, hacía su última parada de recogida, antes de tomar la carretera de Valdezorras y dirigirse al CAMO, donde trabajariamos hasta las tres de la tarde.

Justo antes de la SE30 todavía no existía la actual pavimentación, parques y lindos acerados que hay hoy. Menos aún el templo que se erige justo en la esquina del semáforo. En aquel solar de obra me crucé con otro soldado que trataba de arrancar su Vespino. Aquel pobre muchacho, con el uniforme de soldado del Ejercito de Tierra, pisaba una y otra vez el pedal, desesperado porque era incapaz de hacer funcionar aquel trasto. Así que ver venir a aquel soldado de aviación, caido del cielo, fue lo mejor que le pudo pasar. O eso creía él.
- Oye, por favor, vas para el cuartel, ¿verdad? Yo también amigo, pero fíjate que me ha dejado tirado la moto y llegaré tarde. No quiero ni pensar el paquete que me voy a ganar si no me presento a mi hora. Por favor, ayúdame a arrancarla hombre.
Sacado de mi ensimismamiento por aquel camarada, casi mecanicamente asentí con la cabeza. No pensé nada más y no imaginaba ni por el forro lo que a continuación sucedió.
- Pero yo no se manejar una moto. - balbuceé, poniéndole sobre aviso de la terrible realidad, cuyo alcance aquel ingenuo no acertó a medir.
- No importa, mira es muy sencillo. Solo tienes que empujarme que yo ya la arrancaré con el impulso... no... mucho mejor, como estás mas delgado que yo, móntate tú, así no tienes ni que hacer fuerza. ¿Ves este puño? Pues solo tienes que abrirlo al máximo y ya está. Al final siempre arranca.
Con suicida embobamiento, ocupado mi cerebro en cualquier cosa menos en prestar atención a lo que estaba haciendo, ni corto ni perezoso, el soldado de aviación Rivero se sube al Vespino y aprieta obediente el puño derecho, que a saber para qué servía en aquella máquina desconocida. Con formalidad militar, mi camarada de Tierra comenzó a empujarme con todas las fuerzas de que era capaz. Aquello no arrancaba. Me veía un poco ridículo allí paseándome en moto por el descampado.
- ¿Tienes el puño al máximo? - preguntó jadeante después de un par de vueltas.
- Sí.. sí, está a tope.
Y a tope arrancó aquello. Era verdad que siempre arrancaba. De un salto, aquella moto y yo salimos disparados hacía adelante a velocidad supersónica. Y yo, que jamás me había puesto a los mandos de una moto, me encontré de repente allí, a lomos de aquel monstruo desbocado, que rugía furiosamente con su motor a máxima potencia. Desconocedor del funcionamiento de un Vespino, bloqueado a partes iguales por la ignorancia y el miedo, era incapaz de soltar el puño del gas, con lo que la moto y yo ganábamos velocidad sobre los baches, camino de la saturada SE30.

Lo primero que salió volando fue mi gorro militar. Instintivamente giré la cabeza en su busca, así acerté a ver al otro soldado que corría tras de mi. Llevaba en alto los brazos y la boca abierta. Y por la boca salían voces, pero no pude oirlas, aunque supongo que no serían versos de Lope. Pero qué importaba el gorro ni los insultos de aquel desgraciado, si unos metros ante mí los coches pasaban en tropel, en uno y otro sentido, augurando mi inminente y dolorosa muerte. Y por primera vez aquella mañana, mi cerebro se activó, cuando mi materia gris cedió el control a aquella zona que regula la supervivencia, fue cuando mi cerebro me dijo ¡¡Salta!!. Yo le respondí ¿Que salte?. No estaba seguro de si era la mejor opción pero, o me tiraba a las bravas de aquella moto que se empeñaba en llevarme a la SE30 o era soldado muerto. 

Así que allá fuí, suicídate tú solita, moto del infierno. Me arrojé como pude hacia la derecha en una muestra de valor y me hice como pude un ovillo. El instinto me hizo poner las manos por delante para protegerme del primer impacto, pobres manos... Y lo que siguió a continuación del lanzamiento fue un festival de golpes, caretazos, estrellamientos y rebotes de mi cuerpo contra aquel suelo de albero, cascotes e inmundicias. En mi vuelo rasante, pude ver la maldita moto dando vueltas sobre todos sus ejes, mientras se estrellaba una y otra vez contra el suelo, soltando al aire piezas variadas. En la siguiente vuelta, ví al pobre dueño de la moto, que había bajado los brazos y ahora los tenía sobre la cabeza, en un gesto que venía a significar algo así como "ay madre".

Por fin, paré mi aterrizaje forzoso, y me quedé mirando al cielo, envuelto en una nube de polvo, dispuesto a hacer balance de huesos rotos, órganos reventados y articulaciones dislocadas. Poco a poco me fui moviendo hasta quedar sentado en el suelo. Comprobé el gran milagro, que no tenía nada roto, porque paracía poder moverme con normalidad, dolores aparte. Mi uniforme, antes azul ahora amarillo, me había protegido de raspaduras en el cuerpo. Tenía gran quebranto en la cadera, que notaba hinchada y caliente, pero sobre todo era la mano derecha la que sangraba en abundancia y se estaba hinchando por momentos. El pulgar derecho no podía moverlo, aquella parte de mi se había llevado lo peor.

Y así, sentado en el suelo, asistí, ya de espectador, al segundo acto de aquella tragicomedia. No se había disipado la nube de polvo cuando justo paraban allí mismo dos vehículos. Uno era la furgoneta del Ejercito del Aire, que venía a recogerme y de la que bajaron en tropel oficiales, suboficiales y tropa en dirección a mi. Mis compañeros me ayudaron a levantarme y me hicieron las preguntas de rigor. Mientras, los oficiales se dedicaban a arrestar al otro soldado a voz en grito, pensaban que aquello había sido algún tipo de riña. Aquel pobre diablo ya no podía estar más pálido: para no llegar tarde a su cuartel, se ha quedado sin moto y arrestado por maltratar a un compañero de aviación. Creo que se lo hizo encima. El otro coche que llegaba era el de mi padre, que casualmente pasaba por allí camino de su trabajo, donde debía dejar las llaves para luego ir al hospital con mi madre. Llegó hasta mi corriendo y se sumó al enredo de gritos, preguntas, arrestos, nervios y polvo.

En mi estado, como yo no acertaba a responder a tantas preguntas, me subieron enseguida a la furgoneta para trasladarme a la enfermería del Acuartelamiento Aéreo de Tablada, para examen y aplicación de los cuidados pertinentes. Allí, un enfermero militar, se limitó a echar suero en la palma de mi mano y a vendarla. Mi mano era una masa muscular inflamada, toda en carne viva, sucia a mas no poder y la piel arrancada estaba arrugada y ennegrecida por todas partes. Pero así quedé, con mi mano vendada y el brazo en cabestrillo. Diagnóstico: luxación del dedo y fuerte traumatismo con quemadura grave por rozamiento. Rechacé la baja que pretendió darme el capitán médico de guardia, que me felicitó por mi valentía y abnegación. Nada mas lejos de la realidad, yo solo pretendía volver a mi unidad, donde sabía que mi comandante me dejaría marchar a casa, mientras que la baja implicaba quedarte a vivir en Tablada.

Aquella tarde visité a mi madre, ya operada. La pobre tuvo la preocupación añadida de verme con el brazo en cabestrillo. Y fue allí, en el mismo Hospital Macarena, donde me practicaron una cura real. Me di cuenta de que era real por el cepillado que me hizo el animal de enfermero que me raspó toda la palma de la mano, bajo un chorro de agua, y mientras otra enfermera me abanicaba para que no me desmayase del dolor. Las curas fueron largas y dolorosas, aquella quemadura por rozamiento me tuvo visitando enfermerías un mes.

Y así fue como, por valiente o no, acabé con esta cicatriz de moto en la mano. Nunca supe qué fue del otro soldado, ni lo volví a ver. Cuando pude contar la historia completa, nunca vi a la gente reirse tanto. Fui objeto de bromas hasta que acabé el servicio militar. Pero yo estaba contento. porque había salido casi ileso de aquel trance. No se lo cuenten a nadie, es importante que crean que me la hice en un acto de valor, por salvar a un prójimo, por ejemplo. Y reconozco que aquello no era una Yamaha, sino un ciclomotor, pero bueno, pelillos a la mar, se considera moto ¿no?.


Al final importa una mierda si las cosas no salen como queremos. Porque vale más tener una cicatriz por valiente que piel intacta por cobarde.
Bruce Lee (1940-1973)

27 agosto 2016

MINUTOS DE ORO. UNA TARDE EN LA CRUZ ALTA



Para aquellos que conozcan a mi padre no les sorprenderá si les digo que su pasión es el fútbol. Paco ve cualquier partido por la televisión, aunque sea de tercera, o extranjero, se interesa por la prensa en tanto que hable de fútbol y se para a mirar cualquier partido improvisado por la chavalería en medio de la calle. Su memoria nunca ha sido muy buena y en ella hacen daño los lógicos achaques de la edad, sin embargo, mantiene la asombrosa capacidad de memorizar nombres y fechas de modo increíble, siempre que tengan relación con el fútbol.

Pero, por encima de todo, es el Betis lo que llena su vida. En la actualidad, Paco es el socio número 14 del Real Betis Balompié. Fernando, su padre, era seguidor del Sevilla F.C., pero nunca se aficionó tanto al fútbol como a los toros. En la tauromaquia  era donde tenía mi abuelo su pasión. Quizá por eso, en la afición del pequeño Paquito, pesó más la influencia de su tío Juan, bético a rabiar, a la sazón miembro de la Junta Directiva del Real Betis cuando llegó el momento. Ayudaría también que comenzó a trabajar a los 9 años en el comercio de este tío suyo, conocido como Nieto por todos. Alrededor de 1949 en la tienda de tejidos de la calle Burro, Paquito comenzó a aficionarse al Betis, para no abandonarlo ya nunca más. Allí vivió su Betis con su cuñado José Antonio y su primo Luis. Jose Antonio fue un hermano para él y compañero de viajes béticos por toda España. José Antonio, de tan bético, era inusual. Su número de socio era aún más bajo que el de Paco y en todo lo que hacía tenía presente al Betis, como el mantra de su vida. Infelizmente, mi querido padrino José Antonio nos dejó en 2014, luciendo el número 15 en la nómina de los más béticos.

Retomando el hilo, por el Betis, Paco vivió muchas aventuras y anécdotas, las más de las veces relacionadas con el eterno rival, el Sevilla F.C. Su “anti-sevillismo” es muy evidente para aquel que le conozca un poco. Es, en palabras suyas, “superior a sus fuerzas”. Hasta donde yo recuerdo, nunca pudo ver al Sevilla. Ni en pintura. Desea que pierda el Sevilla hasta en los entrenamientos y brinda cuando lo golean. Es capaz de contar mil episodios que justifican esa histórica alergia al eterno rival, muy sevillana (muy española diría yo). Entre ellos, aquella tarde en la que su primo Luis y él mismo, rodaron grada abajo del Sanchez Pizjuán, mientras huían de la manta de golpes que les llovían por todas partes, en un partido del Trofeo Ciudad de Sevilla que enfrentaba al Betis con el Peñarol de Montevideo, donde los sevillistas presentes animaban al equipo americano. Aquel día juró no volver a pisar el campo del Sevilla. Y lo cumplió.

Puesto ya usted, amable lector, en situación, pasaré ahora a relatarle la anécdota que me contó Paco, en los minutos de oro de los que uno disfruta con su padre, con menor frecuencia de la recomendable. Quedará usted tan sorprendido como quedé yo, que soy su hijo, cuando la escuché.

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Así que volemos imaginariamente hasta el 12 de diciembre de 1965. El mundo está en plena Guerra Fría, los Estados Unidos recién han intervenido en un pequeño país llamado Vietnam y la Unión Soviética ha logrado que uno de sus cosmonautas de un paseo espacial. Este año ha fallecido Winston Churchill y Charles De Gaulle ha sido reelegido Presidente de la República Francesa. 

Josep Seguer i Sans
Pero allí, en Sabadell, en el campo de la Cruz Alta, toda la emoción está concentrada en un partido de fútbol. Se trata de la jornada decimotercera del Campeonato de Liga de Primera División, que incluye el partido que Paco ha venido a ver y que enfrenta al Centro de Deportes Sabadell y al Sevilla F.C. Paco no está solo, de hecho le acompaña su tío y patrón, Nieto, que está en Sabadell  para comprar tejidos para su negocio de Sevilla. Les acompaña también Seguer, por entonces amigo de Nieto, accionista de cervezas San Miguel y entrenador del Lérida. Josep Seguer i Sans, ya retirado, es leyenda futbolística del F.C. Barcelona, internacional con España y ha sido entrenador del Real Betis hacía unos años, de ahí la amistad con Nieto, que ha pagado esta tarde las tres entradas para disfrutar del partido. 

El día es frío en la que ya llaman Vieja Cruz Alta, pronto estrenarán la Nueva Cruz Alta, un estadio modernísimo, digno de un Sabadell próspero y de un equipo recién ascendido a Primera. Pero son las 4, hace buena tarde, aquí arriba en la Cruz Alta, donde Nieto, Seguer y Paco se sientan en localidades de tribuna baja, justo antes de que los equipos salten al césped.
-      A ver si le meten siete al Sevilla  - dice Nieto mientras enciende un puro. Bajo el ala de su sombrero brilla una amarillenta sonrisa.

Seguer sonríe pues sus simpatías tampoco están con el Sevilla, la tarde va a ser entretenida, espera que los tres canten los goles del Sabadell, con la grada entera. La afición entona cánticos por encima de ellos y las banderas arlequinadas ondean por todas partes.

Sale el Sabadell al terreno de juego, con la siguiente alineación: Martínez, Isidro, Arqué, Sertucha, Vidal II, Vall, Izaola, Morollón, Sabino, Noya y Martí. Les entrena Pasieguito, mito viviente del Valencia C.F.

Paco se levanta a aplaudir, como todo el campo. Aplaude a rabiar, como si fuera al Betis. Tienen que ganarle al Sevilla. Está cabreado porque el Betis marcha ya de farolillo rojo esta temporada, con un juego que no presagia nada bueno. Sus ganas de que el Sabadell golee hoy al eterno rival son mayores que nunca.

Por fin, sale el Sevilla al campo, con estos titulares: Molina, Rebellón, Costas, Eloy, Lax, Oliveros, Achúcarro, Manolo Cardo, Diéguez, Cabral y Pintado. Dirige al Sevilla desde el banquillo Eizaguirre. La pitada es monumental, los abucheos y los gritos lo llenan todo. Nieto y Seguer están calmadamente sentados, pero Paco sigue en pie y hace bocina con las manos para gritar los improperios de rigor al equipo visitante, para luego sentarse tras un acomodador tironcito de las perneras del pantalón de su traje. 

Comienza el partido y pronto el Sevilla se hace con el dominio del balón. Los nervios del recién ascendido pasan factura ante un visitante veterano. Y entonces, con un griterío menos intenso, es cuando comienzan a escucharse los insultos de un grupito de aficionados justo detrás de Paco. 

-          ¡¡ Andaluces, flojoooos, perroooooos !!

Ya salieron los tópicos regionales. Paco mira hacia atrás, con media sonrisa todavía. Parece que algunos están algo cargaditos de anís. Tienen pinta de brutos. Cosas que se dicen en el futbol, que saca lo peor de cada uno. Pelillos a la mar. Son solo un grupito. Impresentables hay en todas partes.

Las jugadas se suceden y parece que el Sevilla domina el partido, lo cual no es para nada del agrado de la afición catalana. Los ultras sentados algo mas arriba de Paco, entonan cánticos.
-          ¡¡ Lavarse sevillanoooos, cerdooooos, que oléis a cerraoooo !!
A pesar de que la afición del Sabadell anima con respeto y deportividad, el grupito de marras sigue en su línea. Paco se vuelve de nuevo, ya sin reírse en absoluto. No sabía bien por qué, pero aquellos se estaban pasando un poco.
-       ¡¡Niño!!, que es el Sevilla, qué más te da… deja de mirar para atrás. – Nieto le acaba de regañar. El viejo no quiere problemas allí en campo extraño, por eso avisa a su impetuoso sobrino. Relax, como diríamos hoy día. Seguer se ríe, para suavizar la cosa.

Estadio de la Vieja Cruz Alta
La situación del partido cambia drásticamente cuando marca el Sevilla. 0-1,  gol de Cabral en el minuto 25. Por un momento el campo calla, por el jarro de agua fría que supone que te marquen en tu casa. Pero pronto los saltos y los abrazos de los jugadores sevillistas son respondidos con la mayor de las pitadas.

Pitadas a las que el grupito de atrás añade insultos, que prosiguen una vez reanudado el juego. Los ultras de la grada alta, que estaban tirando de tópicos, enrabietados por el gol, vuelven a la carga vomitando insultos al equipo andaluz:
-      Cabroneeeees…. que no trabajáis hijos de putaaaaaa, iros a Sevilla con vuestros muertos, a dormir la siestaaaaa- grita uno de cara enrojecida.

-       ¡¡ Andaluceeeees, guarroooos, apestosooooooos ¡¡ - canta otro con bandera al hombro.

Se estaban pasando. La pierna derecha de Paco se mueve nerviosamente y sigue mirando hacia atrás, con mas disimulo pero con mas mala uva. El Sevilla sigue jugando bien aunque ahora es el Sabadell el que arrecia en su ataque, tanto como arrecian esos aficionados en los suyos.
-          ¡¡¡ Sevillanos marranos, que estáis todo el día de fiestaaaaa!!!

-          Estos “na” mas quieren feria y juerga, borrachooooos…

Paco está realmente cabreado.

Es en el minuto 42 cuando, al filo del descanso, el Sevilla enhebra un contragolpe, pim, pam, pim, pam, gol. Gol del Sevilla. 0-2, marcó Oliveros. Y ocurre lo imprevisible, la excepción que confirma la regla, lo nunca visto, lo impensable. Ocurre que Paco, que todavía es Paquito y se deja llevar, grita "Gol", se levanta de un salto, se da la vuelta hacia la grada alta y comienza a hacerles cortes de manga a los aficionados que tanto insultaban. Uno, dos, tres, cuatro, cinco…. cortes de manga, todos seguidos, uno detrás de otro, con fuerza, como el que quiere que lleguen volando bien lejos, hasta la boca del enemigo.

-          ¡¡Tomarse por culo!! – grita Paco, aliñando el gesto.

Nadie en la grada reacciona, el mazazo del gol visitante unido a la incredulidad del descarado gesto de aquel desconocido aficionado, deja sin aliento a todos momentáneamente. Nieto, se ha levantado, pero solo para tratar de devolver a Paco a su asiento.

-          ¿Qué haces niño? ¿Estás loco?...

Entonces llega la reacción en forma de gritos, puños cerrados, pasos hacia abajo y amenazas. Se va a liar parda. Solo entonces se levanta Seguer que, girado ante los enfurecidos aficionados pide calma con los brazos abiertos.

-          Es Seguer… Seguer… - murmuran voces aquí y allá, algunos le aplauden al reconocerle.

El veterano futbolista hace gestos mudos, como indicando que pelillos a la mar, que no se lo tengan en cuenta, que aquel pobre chaval no sabe muy bien lo que hace. Ciertamente, solo la leyenda de Seguer impide que bajen unos cuantos a darle su merecido a aquel andaluz insolente.

El pitido de Segrelles del Pilar, árbitro del encuentro, anunciando el final del primer tiempo, es el complemento necesario para rebajar esta tensión. Toca moverse a buscar un café y a fumar tranquilos, lejos de aquellos energúmenos amenazantes. Nieto le regañó de nuevo, pero no demasiado...

Y aquella fue la anécdota de un Paco reaccionando con júbilo tras un gol del Sevilla, F.C., algo que yo creía que era cosa imposible, pero que realmente sucedió, bastante antes de que yo naciera. Nunca tuve conocimiento de ella hasta hace bien poco, en que la conversación surgió de pasada, al hilo de otros temas mas profundos, durante unos minutos de oro. 
Real Betis Balompié en 1965

Aquella tarde, ayudó a calmar los ánimos que el Sabadell acabara empatando justamente un partido, que el Sevilla entregó en la segunda parte. 2-2 en la Vella Creu Alta, aquella jornada, con goles de Vidal y Sabino por parte del club arlequinado. Desde aquí toda mi simpatía y cariño al Centre d'Esports Sabadell Futbol Club y su afición.


Aquel domingo, el Betis le ganó al Elche 2-1. A la postre, aquel año acabaría descendiendo a segunda división, donde, por cierto, saludaría al Sevilla dos años después, por el descenso del eterno rival.
Este mismo día en el Benito Villamarín, Betis 2-Elche 1
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Personalmente, al próximo que me diga que los andaluces estamos todo el día de fiesta, le tiro el cubata a la cara.